Abel Pérez Zamorano
Doctor en Desarrollo Económico por la London School of
Economics
y autor de los libros Marginación Urbana e Industria
Azucarera y Tenencia de la tierra.
El primero de enero, el pueblo recibió un
duro golpe con el aumento del 20 por ciento en el precio de la gasolina, y
aumentos menores pero significativos en gas y electricidad, lo cual ha desatado
justa indignación social y airadas protestas mediante bloqueos de carreteras,
marchas y asaltos a gasolineras para hacerse de combustible gratis como
represalia. Pero llama la atención que no se analiza el problema; todo se
reduce a consignas y epítetos sin esclarecer las causas de fondo y, por ende,
las verdaderas soluciones. El gobierno ha dado su “explicación”, por cierto de
manera bastante desafortunada y poco convincente, con la clara finalidad de que
el pueblo agradezca el leñazo que le propinan y acepte gustoso quedar más
pobre. Según el secretario de Hacienda, el problema es que se pagaban 200 mil
millones de pesos para mantener “artificialmente bajo” el precio de la
gasolina, dinero que se necesita para atender “otros gastos sociales”; otro
funcionario, más franco aún, admitió que debían “normalizarse” los precios para
poder abrir la competencia en ese mercado. Es decir, el subsidio a la gasolina
era oneroso para un gobierno neoliberal e inaceptable para las empresas que
necesitan precios más apetecibles. Por tanto, es claro que lo ocurrido es
consecuencia necesaria del modelo de acumulación en vigor.
En las finanzas públicas, ciertamente,
escasean los recursos y ni con recortes al gasto ha sido posible mantener el
equilibrio fiscal. Disminuyó el ingreso petrolero al caer el precio
internacional desde 2012, y reducirse, consecuentemente, la producción: el
precio del barril de la mezcla mexicana pasó de 101.9 dólares a 38.1; sólo
entre febrero de 2014 y el mismo mes de 2015, esos ingresos cayeron en 46.3 por
ciento. En 2012, el 40.7 por ciento del ingreso gubernamental procedía del
petróleo, y entre enero y abril del año pasado se redujo a 13.3, o sea, 27.4
por ciento menos; según la SHCP, hoy se perciben por ese rubro los más bajos
ingresos de que se tenga registro. Así pues, el petróleo ya no garantiza el
equilibrio fiscal. Y para atender el gasto, el gobierno se endeudó: a inicios
del sexenio la deuda pública representaba el 20 por ciento del PIB, hoy
representa el 51.9, y, según Hacienda, en 2015 hicimos la mayor erogación
histórica por pago de intereses de la deuda externa: 28 mil 845 millones de
dólares, de los cuales el 51 por ciento por deuda gubernamental. Ya no hay,
pues, mucho margen para echar mano de este recurso, so pena de provocar
alteraciones inmanejables en las variables macroeconómicas, aumentar el riesgo
país y elevar astronómicamente los intereses a pagar. Por eso hoy se acude al
gasolinazo.
Hay que decir, además, que esto se liga
estrechamente con nuestra dependencia de las importaciones de gasolina. En
2012, México adquirió el 60 por ciento de toda la gasolina que exportó EE. UU.
(23.5 millones de barriles); somos su principal cliente. La gasolina es hoy el
primer producto de importación: en 2004, Pemex producía 75 por ciento de la que
se consumía; para 2012, el 50, y actualmente apenas el 38 por ciento, algo
inaudito siendo como somos un país petrolero. Generamos la materia prima, pero
sometidos a las reglas de la globalización y los dictados del imperio,
exportamos crudo para importar gasolina: en casa del herrero, cuchillo de palo
(véase, insisto, al modelo en acción, causa de fondo de nuestros males).
Pero en medio de todo este barullo, el
gobierno, y también sus críticos, callan una causa fundamental de la escasez de
recursos en el erario: que los corporativos nacionales y extranjeros,
sencillamente, no pagan impuestos. México es, de facto, un paraíso fiscal para
los grandes, los verdaderamente grandes, empresarios. Veamos. En Dinamarca, el
gobierno percibe vía impuestos 48.6 por ciento del PIB, para distribuir ese
ingreso a través del gasto, entre los sectores más desprotegidos. Así, los
ricos comparten sus utilidades con los pobres, vía fiscal; en Bélgica el
gobierno percibe el 44.6 por ciento; en Francia el 45, en Finlandia el 44, en
Italia el 42.6; en Argentina el 37 por ciento. Entre los 35 países de la OCDE,
el promedio es de 33.7; México, con un miserable 19.7, es el país con menor
recaudación de todos los miembros del grupo. En cambio, los trabajadores y las
pequeñas y medianas empresas sin poder de negociación ni fuerza política para
evadir el pago u obtener “perdones fiscales”, llevan todo el peso de la
recaudación fiscal. Así no alcanza para cubrir el gasto público, de por sí
distorsionado por la corrupción, un mal aparejado, y también efecto del modelo
económico. Si los grandes corporativos contribuyeran con el fisco, habría
suficiente dinero para cubrir el gasto público y la inversión, sin dañar a los
pobres, sin andar buscando “ampliar la base gravable” ni aplicando gasolinazos
en daño de la economía popular, como hoy.
Y más grande será la afectación para ellos
con la inflación generalizada que se viene (aunque el gobierno pretenda
minimizarla), pues, obviamente, los energéticos mueven la producción, y el
transporte de personas y mercancías. Por su parte, el salario mínimo (otra vez
el modelo en acción) aumentó, pero no en 20 por ciento como la gasolina, sino
en cuatro pesos más, una insignificante “reserva” para inflación. Así, se hace
pagar al pueblo los excesos de los ricos, de los gobernantes, y también de los
potentados.
Políticamente, el gobierno obró a
sabiendas de que quizá sella así la suerte del partido en el poder; y esta
actitud suicida es explicable sólo porque no le queda otra alternativa ante su
urgente necesidad de recursos y las presiones de Estados Unidos, las
trasnacionales y los nuevos concesionarios del petróleo y la electricidad. La
responsabilidad del gobierno radica, entonces, en ser el operador en turno de
un modelo depredador y antipopular, y estar dócilmente al servicio de los
grandes capitales; en última instancia es un instrumento. Los verdaderos
beneficiados por el gasolinazo son los empresarios que no pagan impuestos y los
que están entrando a disputar el mercado de los combustibles y necesitan que se
les garantice el éxito con un precio rentable, no uno controlado y bajo.
Consecuentemente, y sin excluir a los gobernantes, la crítica debería
trascender hasta los tiburones del capital, y ahí está lo difícil, pues sería
ponerse con Sansón a las patadas, y muchos radicales retóricos no se atreven a
tanto; sienten que ahí topan con piedra. Por su parte los otrora ufanos
firmantes del Pacto Por México, el huevo de la serpiente del gasolinazo, no
hallan qué hacer para salvar su imagen, y para cubrir su pecado se vuelven los
más vociferantes alegando inocencia: dicen que creyeron que todo era de buena
fe. En cuanto al movimiento de protesta desatado, sin duda su inconformidad es
justa, pero más allá de su justeza y para efectos estrictamente políticos, es clara
su debilidad por tratarse de una acción espontánea, es decir, sin proyecto ni
idea clara de las causas del problema, razón por la cual no se plantean
soluciones estructurales; se lanzan comunicados sin firma, sin saber quién los
promueve, sin que nadie se responsabilice de sus llamados y consignas, lo que
acentúa el carácter espontáneo y poco fiable de su lucha. No deja de
percibirse, sin embargo, un tufillo a las famosas “revoluciones de colores”,
atizadas en otras partes del mundo por los mismos causantes de la crisis para
aprovecharse de la inconformidad social que generan. La realidad suele
manifestarse invertida en la conciencia social.
En resumen, el “gasolinazo” no es un hecho
incidental, sino manifestación necesaria del sistema, y requiere, consecuentemente,
soluciones del mismo orden: cambiar el modelo económico. Específicamente,
aplicar un esquema fiscal progresivo donde paguen impuestos los grandes
capitales y se generen recursos suficientes para atender las necesidades
sociales. Debe romperse el círculo vicioso de vender petróleo crudo y comprar
gasolina, procesar nuestro propio petróleo aquí, respondiendo, de paso, al
bloqueo de Trump a las inversiones americanas en México. En lo inmediato, debe
derogarse el decreto de aumento en el precio de la gasolina o desaparecer el
impuesto que se cobra a los combustibles. Políticamente, es justa la
movilización social, siempre lo ha sido (no obstante que algunos de quienes hoy
la ejercen, figuran entre quienes antes la han satanizado); pero para ser fecunda
debe ser obra de una sociedad civil organizada, clara en sus objetivos, dotada
de un proyecto de país que permita saber hacia dónde vamos y qué se propone a
cambio de lo que hoy critica. Los acontecimientos en curso son un llamado a
construir una organización política del pueblo, de tal magnitud que le permita
formar un gobierno popular y tomar las riendas de la nación para bien de todos.
De no hacerlo, será éste un episodio más de abuso de poder del capital,
injusticia gubernamental y manipulación de las masas por políticos oportunistas
que pretenden pescar en el río revuelto una mayor tajada de poder, mientras el
pueblo sigue pagando los platos rotos. Habrá sido éste un acto más de
inconformidad espontánea pero estéril, algo así como arar en el mar.